Material ELE: Literatura, Historia, Lengua y Publicaciones.Historia: Nivel C1-C2

 

 


 

 

 

EL REINADO DE FERNANDO VII

 

         Vamos a estudiar brevemente la Constitución de 1812, de la que se acaba de celebrar su segundo centenario, y el reinado de uno de los reyes más nefastos de la historia de España, Fernando VII.

         Para ello les presentamos unos textos de dos grandes historiadores españoles: Antonio Domínguez Ortiz y Fernando García de Cortázar, así como otro texto del hispanista británico Henry Kamen.

         Al final de la mayoría de esos textos les incluimos una serie de preguntas para comprobar la comprensión de los mismos, así como su corrección. Estos ejercicios podrían realizarlos con sus posibles alumnos.

         Para finalizar, les presentamos un texto histórico para ayudarles a preparar una clase con sus posibles alumnos de un nivel superior o de una clase de Historia de España.

 


 

LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ

 

La Regencia, integrada por tres nombres de escaso relieve polí­tico, se plegó a las exigencias de los sectores más avanzados, que pronto empezaron a llamarse liberales, voz de origen hispano en su acepción política, que pedían la convocatoria de Cortes con el doble fin de ratificar la legalidad del gobierno nacido de la insurrec­ción y servir de instrumento a las reformas que pedían los sectores más avanzados de opinión. Napoleón había ya tenido la misma idea y había convocado en Bayona a una serie de notables; la mayoría se excusaron; los que acudieron elaboraron, o más bien suscribieron, una constitución que Napoleón pensaba sería aceptable para todos los españoles, pues mantenía los principios esenciales del Antiguo Régimen e introducía moderadas reformas. La Constitución de Bayona no tuvo ninguna efectividad, mientras que la de Cádiz llegó a ser durante décadas un referente privilegiado no sólo para los liberales españoles, sino para los extranjeros.

La apertura de las Cortes en 1810 fue un hecho decisivo en nuestra historia institucional; tras largo forcejeo con la Regencia, que pensaba en una variante de las Cortes tradicionales, éstas fueron elegidas por sufragio universal masculino, prescindiendo de la repre­sentación estamental (brazo noble, eclesiástico y ciudadano); admi­tieron doce representantes americanos y, lo que era más grave y novedoso, se declararon representantes de la soberanía nacional den­tro de la teoría de la división de poderes. El rey seguiría siendo pieza importante, pero no única, del gobierno de la nación. Este principio, más la serie de disposiciones acerca de la organización territorial, libertad de prensa, abolición de la Inquisición, de los señoríos y otros rasgos fundamentales del Antiguo Régimen, se con­signaron en la Constitución de 1812 y en las leyes complementarias.

Fue la de Cádiz una Constitución avanzada, no fruto del consenso, más progresista de lo que podía tolerar una sociedad todavía, en su conjunto, muy tradicional. Proclamaba la unidad religiosa, pero a nadie se le ocultaba que la Iglesia ya no tendría órganos represores. A pesar de la erosión que en los reinados anteriores había sufrido la imagen de la realeza, chocaba a muchos la desaparición del abso­lutismo regio; tampoco parecía acertada la introducción de un cen­tralismo radical e igualitario que ignoraba los fueros y tradiciones regionales y locales, según el modelo del jacobinismo francés. No era éste el único rasgo de afrancesamiento que denunciaban los enemigos de la Constitución; contestaban también su legitimidad, porque ni los diputados tenían poder para hacerla ni sus nombramientos eran representativos, pues estando la mayor parte del terri­torio ocupado por el enemigo se habían elegido gran número de suplentes entre los refugiados en Cádiz, en su mayoría de ideas más avanzadas que las que predominaban en la nación.

En efecto, la Constitución de Cádiz, a pesar de que se ordenó que los párrocos la leyesen y explicasen a sus feligreses, tuvo poco respaldo popular. Cuando Fernando VII, liberado de su confinamiento en el castillo de Valençay, regresó a España no tuvo ninguna dificultad para disolver las Cortes, anular la Constitución y volver al régimen anterior. No hubo reacción popular, y los pronunciamientos liberales posteriores se basaron en individuos, en grupos, no en masas.

 

Antonio DOMÍNGUEZ ORTIZ
España. Tres milenios de Historia

 


 

 

En medio de la euforia, los políticos tratan de organizar el gobierno y restablecer la unidad perdida después de la ocu­pación francesa. Disueltos los organismos madrileños y aisla­da media España, es la hora de las juntas populares que, hijas de la improvisación, se disponen a tomar el poder sin dueño. En ellas alternan las viejas elites con los herederos de la Ilustración, tamizada por los aportes del constitucionalismo francés, apostando ahora todos ellos por el nuevo orden libe­ral. A la nobleza le resultaba difícil, en plena anarquía, poner zancadillas a la reforma, como ya había hecho en tiempos de Carlos III. Con la formación de la junta Suprema, las juntas populares estrechan lazos y hacen viable la convocatoria de unas Cortes del reino para 1810, justo cuando las victorias del emperador sobre las tropas españolas acaben con la opo­sición de los más recelosos del cambio. Lejos de su función tradicional, los liberales ven llegado el momento de transformar las antiguas Cortes en una moderna asamblea, destinada a poner en orden el país. Tras los esfuerzos y dolores de la guerra, el pueblo español se merecía un texto legal bien orde­nado que evitase su sometimiento a una corte caprichosa o un rey inepto. Después de cien años en los que los Borbones habían devaluado el papel de las Cortes, la minoría liberal lo hacía renacer como instrumento de legitimidad. Frente a la bandera regeneracionista de la corte de José I, los verdaderos reformadores se disponían a crear una Constitución, redactada desde la independencia, que cautivase a los patriotas his­panos. Aislados del resto del país en la bahía gaditana, un puñado de hombres inquietos, sometidos a la presión am­biental de una burguesía cosmopolita, se comprometían a cambiar España a través del derecho. Más de un tercio de los asientos de la asamblea estaban ocupados por eclesiásticos, que se acompañaban de abogados y un buen número de dele­gados americanos, siendo por el contrario muy escasa la re­presentación nobiliaria y nula la popular.

Las sesiones se inauguran en septiembre de 1810 con el jura­mento de los diputados de mantenerse firmes en la defensa de la integridad de la «nación española» y la mejora de las leyes. Conceptos como soberanía nacional o separación de poderes no auguraban nada bueno a los defensores del viejo orden que, como el obispo de Orense, acusaron a las Cortes de alte­rar de raíz la naturaleza de la monarquía española. Ahora se diseña el marco liberal que habría de influir en la redacción de la Constitución de 1812, al establecer la igualdad de de­rechos de todos los ciudadanos, incluidos los de América. Nacía, pues, la nación española con un afán integrador e igualitario que superaba la antigua subordinación de las colo­nias a la metrópoli y, como medio de favorecer la crítica polí­tica, se aprobaba la libertad de imprenta, primera formula­ción del derecho de expresión y pieza clave de un sistema basado en la soberanía nacional. Después de siglos de blo­queo informativo, los liberales tendrán gran interés en subir­se al carro de la «opinión pública», feliz artificio intelectual muy rentable para justificar sus reformas.

Acordes con la opinión pública gaditana, las Cortes se pro­claman constituyentes al nombrar la comisión encargada de redactar el proyecto de Carta Magna, cuyos puntos más con­flictivos fueron la definición de nación española y su forma constitucional. Otra importante discusión giró en torno a la afirmación de la soberanía nacional y el derecho del pueblo a adoptar la forma de gobierno más conveniente, en la que los realistas, al menos, lograron asegurar la monarquía. También re­sultó especialmente animado el debate sobre la reorganización territorial de España con sus fricciones de tinte regionalista, protagonizadas por los representantes catalanes, disconfor­mes con el proyecto propuesto, inspirado en el modelo depar­tamental francés. «Formamos una sola nación y no un agrega­do de naciones», argumentó Argüeyes, rubricando la urgente necesidad de una ordenación racional del territorio español.

El día de San José de 1812, la Constitución quedaba apro­bada. Hasta el último detalle aparece regulado por «la Pepa», cuyo diseño de Estado unitario imponía los derechos de los «españoles» por encima de los históricos de cada reino. Para satisfacer la recién adquirida igualdad de los ciudadanos, se necesitaba una burocracia centralizada, una fiscalidad común, un ejército nacional y un mercado liberado de la ré­mora de las aduanas interiores. Sobre estos cimientos y con los resortes administrativos del Estado, la burguesía construi­rá la nación española, una utopía en el siglo anterior hecha realidad a lo largo del XIX.

Al compás del pensamiento de la Ilustración, los diputados gaditanos desmontan la arquitectura del Antiguo Régimen, aboliendo los señoríos jurisdiccionales, cuyas prerrogativas son incorporadas a la corona. Un salto fundamental en el proceso de reforzamiento del Estado, ya que la mitad de los pueblos y dos tercios de las ciudades españolas continuaban sometidos a los designios de la nobleza y el clero. Son dero­gados, asimismo, los gremios, una estructura medieval tacha­da de inoperante desde los tiempos de Campomanes, para dar paso a las modernas relaciones de producción liberal capita­lista. En el campo se iniciaba la reforma agraria burguesa, anticipada por Jovellanos, al decretarse la venta en pública subasta de las tierras comunales de los municipios y, con la supresión de los privilegios de estamento, viejos fueros terri­toriales, como los vascongados, eran heridos de muerte atra­vesados por el orden constitucional.

El regreso de Fernando VII en 1814 pone el punto final al primer experimento de constitucionalismo en España. Con la fuerza militar de su parte y el respaldo de algunos diputa­dos aduladores, el rey declaraba nulos todos los actos de las Cortes gaditanas y de las juntas que las animaron. Desapa­recían de un plumazo las reformas plasmadas sobre el papel, sin que nadie saliera a la calle en su defensa. A la asamblea gaditana se le fue la fuerza por la boca y no se preocupó de dotar al movimiento de un calado suficiente como para apro­vechar el potencial revolucionario del pueblo ante un año de hambre, malas cosechas y la práctica destrucción del país. Un rey prisionero, una nobleza desperdigada y una Iglesia a la defensiva hubiesen sido incapaces de parar a las muchedum­bres sublevadas por una inexistente burguesía.

Muerta la Constitución, el país comenzaba a recorrer una empinada senda en busca de un modelo de organización polí­tica respetuoso con los derechos individuales y colectivos.

 

¡Salud, oh padres de la patria mía,

yo les diré, salud! La heroica España,

de entre el estrago universal y horrores

levanta la cabeza ensangrentada,

y vencedora de su mal destino,

vuelve a dar a la tierra amedrentada

su cetro de oro y su blasón divino.

 MANUEL JOSÉ QUINTANA,
«A España, después de la revolución de marzo»

 

Fernando GARCÍA DE CORTÁZAR
BIOGRAFÍA  DE ESPAÑA

 


 

 

 

EJERCICIOS ELE: HISTORIA

 

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EL REGRESO DE FERNANDO VII

 

 

Encontró Fernando un país devastado por seis años de una guerra terriblemente violenta; en las ciudades el invasor había realizado algunas obras urbanísticas; en los pueblos todo era desolación; las exigencias de la intendencia francesa no se apiadaron ni siquiera en 1810, cuando la deficiente cosecha provocó la muerte por inanición de infinitas personas. En ciertos sectores el destrozo fue permanente; la cabaña lanar de Soria era la más reputada del mundo; sus lanas alcanzaban altos precios en el extranjero, pero las ovejas fueron requisadas para alimentar al ejército invasor y la famosa raza merina quedó virtualmente extinguida. La rapiña de joyas, plata y objetos artísticos tuvo como principal objetivo las iglesias y conventos, pero también afectó a muchos nobles palacios y al mismo patrimonio real; mientras Napoleón languidecía en Santa Elena, su hermano José vivía en América una existencia fastuosa gracias a las joyas que se llevó del Palacio de Oriente. Otras habían servido para costear la guerra y Carlos IV también se llevó no pocas al destierro; así acabó la colección amasada por los reyes de España durante siglos y en la que figuraban piezas únicas.

 

Entre los muchos problemas que a su regreso encontró El Deseado estaba el trato que había que dar a los que entonces se llamaron los afrancesados y hoy llamaríamos colaboracionistas; entonces su conducta mereció una reprobación general, aunque no se pronun­ciaron sentencias de muerte; no hubo contra ellos una represión tan feroz como las que recientemente hemos visto en varios países europeos, porque tampoco eran hechos análogos; los inculpados se exculpaban diciendo que utilizaron sus cargos en beneficio de los patriotas, partiendo de la base de que la victoria de los franceses parecía un hecho irrevocable. En los últimos años hay una tendencia a reivindicar el ideario y la conducta de los afrancesados, que serían, según esta interpretación, reformadores, ilustrados, que habían acep­tado el dominio extranjero para liquidar el Antiguo Régimen. Pero el hecho de que todos, casi sin excepción, estuvieran a sueldo del invasor desarbola esta teoría. El ejemplo de los constitucionales de Cádiz demostraba que dentro de las filas nacionales se podía trabajar por la libertad. Hubo entre los afrancesados hombres de valía como Fernández de Moratín, Meléndez Valdés, el arabista Conde, muchos miembros del alto clero: Alberto Lista, Llorente, Reinoso... No les unía ningún lazo ideológico; unos, como el abate Marchena, per­tenecían a lo que llamaríamos la extrema izquierda; la mayoría eran liberales moderados, y no faltaban los de tendencia absolutista. Los que de buena fe creyeron que colaborando con el rey José hacían obra patriótica pronto debieron desengañarse al comprobar que era un rey títere, que quien mandaba era Napoleón, y no en beneficio de España precisamente. El golpe más duro fue el decreto que ane­xionaba a Francia los territorios al norte del Ebro; Cataluña, medio Aragón, Navarra y el País Vasco eran arrancados a España. Después de la batalla de Vitoria muchos de los afrancesados más compro­metidos, quizás doce mil, se refugiaron en Francia; fue la primera de nuestras emigraciones políticas. No pocos se afincaron allí y aun prosperaron, por ejemplo, el banquero Aguado; otros volvieron a favor de sucesivos indultos, y este problema se zanjó en plazo no muy largo.

 

Entre todas las pérdidas que la guerra ocasionó a España la mayor fue, sin duda, la emancipación de América. Era un hecho que tarde o temprano tenía que producirse, pero que sin la invasión napoleónica hubiera podido realizarse de forma gradual y pacífica. Los legisladores de Cádiz consideraron que los habitantes blancos de aquellas regiones eran españoles a todos los efectos; la salvedad del color de la piel estaba ligada al espinoso problema de la escla­vitud, que tardaría mucho en resolverse. Los planes de Napoleón incluían un posible dominio de las Indias españolas. Cuando en 1812 las tropas francesas ocupaban la casi totalidad de la Península los americanos encontraron un motivo para proclamar su indepen­dencia, reforzando la posición de los precursores, de los que, como Miranda, ya trabajaban en ese sentido; era una minoría; las cir­cunstancias incrementaron su número y se produjo la guerra civil, pues el gobierno de Fernando VII sólo con gran trabajo pudo reunir los diez mil hombres de la expedición de Morillo. Aquella guerra civil asumía la vieja rivalidad entre peninsulares y criollos enlazando con otros motivos e impulsos: la libertad de comercio, el apoyo de Inglaterra, que por una parte auxiliaba a España contra Napoleón y, por otra, alentaba la insurrección de las colonias, el ejemplo de los Estados Unidos... La batalla de Ayacucho (1824) señaló el fin del dominio español en América. De lo que fue un inmenso imperio sólo quedaban Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

 

La pérdida de los ingresos procedentes de América se sumaba a las consecuencias de la guerra para convertir en desastrosa la situación de la Real Hacienda, y otra agravante era la deflación que aumentaba los costos reales y agravaba la carga tributaria. Para hacer frente a tantos y tan graves problemas hubiera sido necesario un estadista muy dotado; Fernando VII no lo era; tampoco fue inferior a sus predecesores; era un hombre mediocre, demonizado luego por unos y otros: por los liberales, por la arbitraria reposición del abso­lutismo y la persecución a los constitucionalistas; luego también por los absolutistas extremos y los carlistas, porque al final entregó, por razones más bien personales, el poder a los que antes había perseguido. No hay que omitir, sin embargo, que el pueblo madrileño siguió teniéndole afecto, y en la generalidad de España, aunque se apagó el inicial entusiasmo que había despertado, tampoco fue aborrecido hasta que una maquinaria propagandística se puso en marcha.

 

No eran solamente los liberales los decepcionados; mucho más grave era el descontento del ejército. Desde su profesionalización en el siglo XVIII tenía unas posibilidades de actuación corporativa que le proporcionó la guerra y el eclipse de la Monarquía. El ejército será el gran protagonista de la Edad Contemporánea española. Pero a ese ejército profesional se le unió otro irregular formado por los voluntarios, los guerrilleros, los que después de la guerra no querían reintegrarse a la vida civil. No era fácil la soldadura entre dos ejércitos tan distintos: uno de raíz aristocrática, formado en academias; otro popular, curtido en los combates. A esta fractura interna se unía la imposibilidad de pagar unos cuadros sobredimensionados. A los soldados rasos se les intentó compensar con repartos de tierras concejiles; el problema de la oficialidad era más difícil, había cuerpos privilegiados, como la Guardia Real y los artilleros de carrera, que hacían pruebas de hidalguía y tenían mejor paga, y otros que en tiempo de paz sobraban, que se quedaron en el ejército con media paga, excepto algunos cuyos méritos eran relevantes, como Díaz Porlier y Espoz y Mina, ambos guerrilleros de humilde extracción y relevantes méritos, sin ideología definida, pero impulsados hacia el bando liberal, porque la restauración del régimen absoluto por Fernando VII limitaba sus aspiraciones.

Antonio DOMÍNGUEZ ORTIZ

España. Tres milenios de Historia

 

 


 

 

 

 

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